Por Jaidiver Ojeda*.- Los ojos son irrepetibles, en cada mirada se expresa la intimidad más escondida, aquello que nos define, cada cosa que atraviesa la vida está en las pupilas y los contornos que transitan de la serenidad y el asombro.

Cada que cruzó esta calle buscó esa mirada, no había nada que descifrar. Parecía que todo se había visto, nada podía sorprender que el dolor se había convertido en la cotidianidad, y de ahí la esperanza había reposado en sus manos solamente, en lo que ellas podían cargar y lanzar como una forma de estar en la historia que las calles escribían.

Otras miradas tenían miedo, como una primera vez, descubriendo el mundo aquel que ardía bajo las barricadas y se encerraba en las calles solitarias llenas de arpías en motos y patrullas. Otras lloraban por dolor a su pasado y presente o por el gas lacrimógeno que atravesaba el rostro cubierto de leche o vinagre. Muchas miradas no estaban, se cubrían para no perderlas y seguir viendo el mundo que cambiaba bajo sus manos. Otras ya se habían perdido.

Durante varias jornadas alcancé a notar su presencia, llegaba solitario, cansado a veces, entusiasmado, pocas, pero siempre presente. Miraba a la gente y se llenaba de motivos, parecía recargar la vida en cada marcha, en cada arenga, en cada tropel. Cubría su rostro con un trapo rojo, dejando solamente una pequeña rendija que le mostraba la calle, las salidas, las aturdidoras, las tanquetas, “los tombos”, los gases, “los socios”, las rocas, los palos, el fuego, la leche, el vinagre, la vecina, dejando el pan y la aguapanela para “Lxs muchahxs”.

Al terminar cada jornada, como saliendo del trabajo, se lo veía irse en solitario arrastrando un pedazo de lata que protegía más su vida que cualquier régimen de seguridad social. En una sola ocasión, lo vi irse con alguien, parecía su madre, lo regañaba mientras le recibía el escudo y lo agarraba del brazo en camino al sur, a la plaza de toros, quizás un poco más allá.

Pasado el tiempo, dejé de ver esa mirada, ya las calles se habían vaciado y solo quedaban alcantarillas rotas, botellas estrelladas, cartuchos de gases y el asombro de las miradas de lo que había pasado. Cada noche era un milagro llegar con vida, sin golpes o sin llanto. Cada noche parecía no terminar y la mañana tenía nuevos motivos para salir.

Nuevamente, camino por estas calles, para encontrar sus ojos, su mirada, su vida. Quizás sigue en el barrio, recorriendo las calles en solitario o en parche, odiando a “los tombos” y cuidando el pedazo, cuidándose siempre. O quizás está en clase, en la universidad, en el Sena, en un colegio, en un instituto, siguiendo las recomendaciones de su “cucha”, de que toca seguir estudiando.

Hoy su mirada parece perdida en las memorias de las calles donde tanta presencia tuvo, donde el parpadeo registró segundos de miedo y euforia a la vez. Pero en mí, esa mirada sigue estando presente en cada lucha, en cada esperanza que nos motivó a salir, a gritar, a correr, a vivir, a resistir.

*Jaidiver Ojeda es profesor de la Universidad del Cauca

CI JO/FC/28/04/2024/15:00