CI.- Me aterra el narrarme como la víctima. Pero a partir de los últimos sucesos en Colombia (el país donde nací), no puedo pretender negar una realidad tan palpable y visible que aterra. Y aterra más cuando la reacción de las personas que pueden y tienen la obligación de aplicar la justicia, justifican la acción violenta convirtiendo a los verdugos (violadores y asesinos) en víctimas; y a las víctimas (mujeres y niñas) en verdugos. Esas gentes han logrado invertir los papeles.

Por Martha Judith Noguera.* Y sí, fui violentada de niña a mujer. Y cuando fui más grande, también. Por un compañero de la universidad. Y, en lo cotidiano, por el vecino desconocido pero por el conocido también. Solía decirme que había nacido con un imán para eso.

Un “imán” para el hijo de puta que me metió la mano desde atrás entre las piernas alcanzando mi clítoris mientras íbamos en un transporte público (bus) repleto de gente. Llevaba pantalones azules ajustados, una camisa blanca y mi bolso con el almuerzo porque iba para mi primer trabajo (serio) como vendedora de almacén de ropa. Le vi la cara. ¡Qué enfermo! Me asusté. Me corrí para la parte de atrás del bus y le eché la culpa a los pantalones que llevaba puestos. De eso me acuerdo, porque una se acuerda de los pequeños detalles: del color del pantalón, de la textura de la blusa, del contenido del portacomida. Porque fue importante. Aunque insistiera en decir que no fue nada. Casi rompo en llanto. Pero mi educación sumisa, católica y del pecado me impidió pegar un grito. Aunque también fue el miedo.

Sí, fui violentada por ser mujer. Cuando un hombre en bicicleta, mientras yo conversaba con mi primer novio en la avenida cerca del colegio donde estudiábamos, pasó y me dio una palmada en el culo. Nos reímos. Nos pusimos rojos. Me lagrimearon los ojos y, de nuevo, el silencio impune. El silencio cobarde.

Fui violentada por ser mujer cuando un señor borracho, mientras le ofrecía el chance (lotería), se acercó y me dio un beso con olor a cerveza. ¡Qué asco! Qué asco su rostro tan cerca al mío. Su bigote canoso. Su maldito aliento. Pero de nuevo la voz que justifica, que calla y omite. La memoria no perdona. Es implacable. Siempre he dicho que la mía no funciona del todo bien pero, ¿cómo puedo decir eso si me acuerdo de esto?

Fui violentada por ser mujer cuando tarde en la noche salí del curso de fotografía y un hombre me abordó. Como se dice, “di papaya”. ¿La acompaño?, me preguntó. Voy para el mismo lugar. Luego me tiró contra la pared. Pensé que quería los 5.000 pesos que llevaba en la mano, pero no. Llevó sus manos a la bragueta de mi pantalón, ahí donde está mi vagina, mientras con el peso de su cuerpo me apretaba contra el muro. Esta vez sí grité. Grité con ganas, con furia. Con la acumulación de todos los gritos retenidos y los vecinos me oyeron. Sonaron la alarma. Ese hombre, entonces, me golpeó en la cara. Perdí mis gafas. Confusión, llanto, miedo. Porque es un miedo que te atraviesa los huesos. Por varios días no pude volver a salir a la calle sola. Y cuando lo hice, vomité. Pero a una le tocó guardárselo porque no había dinero para psicólogos o terapias. Simplemente fue pasando.

Todo esto debió haberme servido para el día que, bebiendo alcohol con unos compañeros de la universidad, yo estuviera más pilas. Me quedé sin dinero y uno de ellos me ofreció hospedarme al otro lado de la ciudad. Acepté porque él me dijo que al otro día él me daría lo de mi pasaje. Llegamos tarde y borrachos. Silencio, dijo. No podemos despertar a mis papás. Yo solo quería dormir (eso hago cuando bebo) y en cuanto estuvimos en su cuarto eso hice. Él tenía otros planes. Forcejeamos hasta que entendí que él era más fuerte. Dejé de oponer resistencia y, al hacerlo, él se quedó dormido encima de mí con su pantalón a medio bajar. Todo lo vivido no había servido. ¿Acaso era mi responsabilidad? Por mucho tiempo así lo creí. Él dejó de ir a clases, no sé si yo lo hubiera delatado. ¿Quién me mandaba a estar borracha?

Quisiera decir que esas historias son ficción. Que las uso para contar, para hablar de un tema presente en mi trabajo: la violencia. Pero no. Son historias reales. No voy a decir que son mis historias porque yo no lo elegí. Y no me voy a avergonzar porque no fue mi culpa y tampoco lo atraje. El mundo debería ser un lugar más seguro para vivir. Solo eso, vivir.

Lo cuento porque creo que es lo único que puedo hacer ante la impunidad que reina en Colombia. Mi opción ya no es el silencio. Por eso presento a continuación una de las cartas que describen un momento:

24 de octubre de 2019

Sí, fui abusada. Y perdona que inicie así, pero hay urgencia de contarte la historia. Imagino que te preguntarás: ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¡¿Ella?! Pues bien, intentaré contarte. Este hombre se metió en su cama. La niña de 11 años a la que apenas si le empezaba a salir el vello púbico y sus tetas eran apenas un par de botones que sobresalían de su pecho plano. Se metió -empiezo a dudar si un día salió- pero ya lo hacía desde antes con el permiso de mis papás. Papás ingenuos, ¿cómo no se imaginaron que le podía hacer algo a alguna de sus tres hijas, incluso al hombre, al menor de los cuatro hermanos? Por sus cabezas nunca pasó y como la casa era estrecha, pequeña.

Pequeña.

Pequeña.

Pequeña.

No había otra opción que acostar al invitado -que con frecuencia encontraba la excusa del transporte para dormir en una de las dos camas hechas para cuatro-. No sé si ya te he contado sobre esto. Como te dije, hoy tengo necesidad particular de hablarte. Desde que te mencioné mi intento de suicidio este recuerdo me viene en pesadillas. Quiero contarte en detalle y con calma. Interrogo a la niña y, solo con su permiso, hablo. Guardándole el más profundo respeto. ¿Está bien que hable de esto? ¿Está bien volver a mencionar lo que pasó en esos días (años ya)? Hay un hecho que estoy segura nunca te he contado porque hasta hoy lo relaciono. Se trata de la enfermedad. Después de su asalto violento e inesperado, misterio…

– Niña, ¿por qué no te saliste enseguida?

Su mano curiosa exploraba la piel suave y con pelusa de mi vagina. Y yo (y tú) paralizada entre el miedo, la curiosidad, la… No sé cómo nombrar eso. Solo recuerdo la mirada en el techo de zinc, sostenido por vigas de madera, y su voz. Alguna palabra-artículo indescifrable, inaudible, no recordable.

No quiero. No quiero. No quiero. No quiero recordar.

El olvido me protege. Es mi forma de autocuidado.

Después de esto vino un tiempo que no recuerdo. Lo siguiente es una carta suicida en el tubo del baño. Me veo buscando entre los líquidos de la casa… No escogí el “matarratón”, o el “matapulgas”, o el insecticida. Escogí otro.

-A lo mejor solo querías jugar a estar muerta por unos días. Salir de paseo con ella.

Me bebí su sabor a gasolina. Lo siguiente fue yo (tú) bajo la ducha. Perdí la fuerza.

Caí.

Mentón sobre el tubo.

Tubo roto.

Agua que salía.

Sangre que salía.

Agua y sangre se confundían.

Mentón roto.

Dolor de barriga.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

¿Cómo fue? Intento decirte.

– No es para tanto

Y ella, la niña, me susurra: ¿Por qué no me tomas en serio?

Después de eso me enfermaba con facilidad. Primero fue la barriga, que resultó ser una “bacteria” producto del producto que no era ni “matarratón”, ni “matapulgas”, ni insecticida. Luego unos dolores fuertes de cabeza que desencadenaron en hemorragias nasales. Las hemorragias siguieron sin dolor y en abundancia, por la nariz y por la boca.

-Solo lo imaginaste. Era para llamar su atención.

Quemaron plumas de zuro y me hicieron oler el humo. Me envolvieron en periódico la cabeza. La mojaron con agua fría y me dieron a beber cuanto bebedizo les decían a mis papás para detener la sangre. Algo de todo eso sirvió porque se detuvo el desbordamiento de sangre o simplemente se olvidó.

Luego vino el miedo por crecer. Sentía terror al pensar que podía hacerme grande. Si antes lo soñaba y hacía planes con mis amigas imaginarias, en mi casa imaginaria, con la piscina y la pista de patinaje imaginario; ahora me moría del terror al pensar que podía hacerme grande y tenía que hacer cosas de grande como tomar un bus o.… cosas de grande.

– ¿Quieres describir cómo fue?

¿Es necesario? El llanto ahoga la mirada, prefiero dormir.

– Quiero escucharte niña.

Buscando cifras de niñas abusadas… Esta mujer que soy ahora te dice: “Pero no es para tanto, date cuenta. Hay casos peores, ya basta de hacerte la víctima. Pensé que ya lo habías superado”.

Y la niña, dulcemente, le contesta: Si has crecido en un país como este y cuando fuiste niña no te tocaron un pelo, agradece. Respeta eso que soy incapaz de nombrar y que sentí cuando el ‘hombre diablo’ se metió en mi cama, que no solo era mía sino además de mis tres hermanos”.

El primer recuerdo que tengo de mi desarrollo, de ser consciente que crecía, fue ese contacto con la mano curiosa del “hombre diablo”. Y es triste. ¿Es triste? Es rabioso y escupible. Y más rabioso y reprochable y gritable y maldito y maldito y maldito “hombre diablo” al que ni siquiera soy capaz de llamar por su nombre.

Me despido no sin antes disculparme si mi carta te resulta brutal e inesperada. Quiero agradecer tu tiempo de escucha. Espero verte pronto. Te saluda tu amiga desde la luz otoñal de Francia.

*Martha Judith Noguera es Mágister en Estudios Artísticos y está realizando su Doctorado sobre la violencia. Ella considera que estos relatos sean acompañados por nombres de mujeres reales.

CI MN/PC/21/01/2021