13 abr. CI. – En julio de 2015 Colombia aprobó la Ley 1761 o Ley Rosa Elvira Cely, que tipifica el feminicidio como un delito autónomo, no un agravante más de homicidio, y cuyo objeto se centra en  “garantizar la investigación y sanción de las violencias contra las mujeres por motivos de género y discriminación”.  Esto implica que al admitir el feminicidio como delito el Estado colombiano reconoce que las mujeres son asesinadas por su condición de mujeres, en el marco de una cultura patriarcal soportada en una jerarquía de género en la que prevalece la subordinación femenina. Sin embargo, la negligencia con la que el Estado sigue tratando este tema y la continua impunidad transmiten el mensaje de que en el país se puede matar a las mujeres.

En Colombia las condiciones vitales de las mujeres son limitadas; el acceso a la educación, la salud, el trabajo y la participación social sigue siendo sustancialmente desigual en comparación con los hombres. Existen profundas brechas en función del género que las ponen en grave desventaja, por ejemplo, hay mayor deserción escolar y laboral por razones como la maternidad y la violencia, y esto se traduce en que son las mujeres la población más pobre y vulnerable del país.

Un patriarcado que instrumentaliza los cuerpos de las mujeres y naturaliza conductas violentas que menoscaban sus derechos humanos, tiende lógicamente a obstaculizar el acceso a la justicia porque esta no importa. No es fortuito entonces que la sociedad colombiana, en ejercicio de ese poder patriarcal, decida sobre la vida, la libertad, la autonomía, los cuerpos y las palabras de las mujeres en un contexto en el que las acciones de prevención, protección y garantía de no repetición son muy pocas.

“Está bien que las violen pero no que las maten”

En Colombia las múltiples violencias contra las mujeres suelen estar justificadas desde los discursos oficiales y las creencias cotidianas. Es común que la responsabilidad sea de la víctima y que su padecimiento se sustente en frases como «algo habrá hecho para ser merecedora de ese trato», «seguramente lo provocó» o «está bien que la violen pero no que la maten». Las acciones de revictimización en el país son tradición hasta el punto que un acto de violencia de género no es relevante ni para los servidores públicos, ni para los grandes medios de comunicación, ni para gran parte de la población si la víctima no tiene las heridas suficientes para mostrar en cámara o si no hay un cadáver que pueda justificar una indignación, las más de las veces, temporal y mediática.

Cuando la muerte de una mujer se trata solo como un hecho noticioso que llena la parrilla informativa de los medios y escandaliza a un público objetivo, la víctima se convierte en víctima otra vez y en un número más que llena las estadísticas, pero que no lleva a una reflexión profunda y a una crítica real frente a una problemática grave. Es común ver cómo algunos medios ante un feminicidio señalan con la autoridad de quien se cree merecedor de juzgar que «nadie hizo nada», mientras la atención se centra en el autor material de los hechos y la violencia sistemática contra las mujeres sigue por fuera de los focos, del análisis, de la intervención, incluso del dolor.

Las cifras de violencia contra las mujeres son alarmantes

Según un estudio del proyecto Small Arms Survey, del Instituto Universitario de Altos Estudios Internacionales y del Desarrollo en Ginebra (Suiza), Colombia está entre los diez países con más feminicidios en el mundo; ocupando el segundo puesto, después de México, en Latinoamérica. Pero más que escalafones y estadísticas estos asesinatos de mujeres tienen nombres propios de víctimas y victimarios que habitan un contexto donde la violencia es un asunto estructural y también una política estatal que legitima las agresiones, vulnera constantemente los derechos humanos y traduce en cifras realidades inequitativas, empobrecidas y repetitivas que parecen fortalecerse con el paso del tiempo.

De acuerdo a una investigación realizada por la organización Sisma Mujer, Serie de Estudios a Profundidad de la Encuesta Nacional de Demografía y Saud -ENDS-, en la década del 2000 al 2010 el 74,6% de las mujeres encuestadas fueron violentadas por su última pareja y el 73% no denunció. “Además, solo el 21% de mujeres agredidas objeto de lesiones personales acudió a un médico o establecimiento de salud para recibir tratamiento e información, con el agravante que una tercera parte de ellas no recibió información sobre las posibilidades de denunciar a su agresor y en dónde realizarlo […] En todos los años estudiados, la violencia hacia las mujeres por parte de la pareja fue mayor al 62%”.

Concomitante a esto, el Instituto Nacional de Medicina Legal concluyó que entre 2014 y 2016, el promedio de mujeres asesinadas en el país fue de cuatro al día. De esos asesinatos, al menos el 2.6 % fueron casos de feminicidio porque están relacionados con violencia intrafamiliar, en el otro 1% no se reconoce al agresor y el 0.4% fueron asesinatos enmarcados en el conflicto armado y la delincuencia común. Además de esto, la violencia sexual aumentó en un 277,78%, provocando que el 2016 haya sido el año con mayor índice de violencia contra las mujeres en los últimos 20 años, con un total de 970 feminicidios; mientras que en lo transcurrido del 2017 van 35 asesinatos reconocidos.

Respecto al conflicto armado, el Registro Único de Víctimas -RUV- reportó que en el año 2015 se registraron 180,873 hechos victimizantes. Del total, 51,92% correspondieron a mujeres y 46,08% a hombres. Se observaron seis hechos en los que las mujeres representaron el mayor porcentaje: desaparición forzada (51,61%), tortura (58,97%), delitos contra la libertad y la integridad sexual (90,82%), acto terrotista/atentados/combates/hostigamientos (49,08%), amenaza (51,5%) y desplazamiento (52,06%).

La Fiscalía también reveló que en los últimos diez años se han abierto 34.571 procesos relacionados con feminicidio y solo se han condenado 3.658. Es decir, en Colombia el asesinato de mujeres tiene una impunidad cercana al 90%. Lo alarmante de todo esto, además de lo obvio, es que en muchos casos de feminicidio la víctima ya había acudido al Estado para denunciar o solicitar medidas de protección y este no hizo lo suficiente para garantizarlas. Las autoridades encargadas tampoco aseguran que se haga justicia frente al crimen, es decir, incluso después de la muerte el Estado revictimiza una y otra vez a las mujeres al no tomar medidas, no dar respuestas claras, no resolver los casos, no dictar condenas y permitir que la violencia se siga presentando y perpetuando.

Sí, el Estado es responsable y tiene que tomar medidas urgentes

Un gran porcentaje de las autoridades nacionales para atender la violencia de género no cuenta todavía con sólidos criterios de interpretación que permitan comprender el alcance de las agresiones contra las mujeres en el país, y también desconocen la obligación estatal de responder a tratados internacionales que exigen «adoptar todos los mecanismos para prevenir, remediar y sancionar la violencia contra las mujeres» y recomiendan la creación de una justicia especial para este tema, como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación sobre la Mujer (1979) y la Convención Belém do Pará (1994), que en Colombia fueron incorporadas por la Ley 51 de 1981 y la Ley 248 de 1995, respectivamente.

Son varias las leyes pero muy pocas las acciones frente al feminicidio y la violencia de género en el país. El Estado está en la obligación de garantizar el debido proceso, de respetar el principio de la debida diligencia que obliga a las autoridades a indagar los antecedentes del continuum de violencias sobre la víctima que se presentaron antes de su muerte, incluso si no hay denuncia. Además debe cumplir con las medidas preventivas que eviten el peligro para  la mujer, su familia y la sociedad.

Si el Estado tuviera la misma capacidad de respuesta para preservar la vida y no solo respondiera de forma inmediata a la muerte, muchos de estos crímenes no habrían sido posibles, ni harían parte de números alarmantes que se ensanchan todos los días pero van cayendo en el olvido. Si el Estado asumiera su responsabilidad Rosa Elvira Cely, víctima de múltiples violencias y feminicidio, cuyo caso congregó a  a la opinión pública en un mensaje de cero tolerancia, no habría tenido que morir para darle nombre a una Ley que, después de una larga lucha de las mujeres, sigue sin conocerse y aplicarse. Tal vez si el Estado colombiano se tomara en serio la vida de las mujeres dejaría de ser cómplice y también causante de su muerte.

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