Materia fecal, palomas sin dedos, hipotermia, mafias, maltratos y vergüenza, es lo que reina en la mayoría de centros de reclusión transitoria de la capital de Colombia. Presentamos el caso de la Unidad de Reacción Inmediata -URI- y lo que puede acontecer durante una noche en la Unidad Permanente de Justicia -UPJ-.

Se trata del parque La Granja, ubicado al frente de la URI de la localidad de Engativá (también hay en Kennedy, Ciudad Bolívar, Usaquén y Paloquemao), donde en los últimos días se ha visto de nuevo a decenas de detenidos esposados producto del hacinamiento que persiste dentro de los calabozos de esta entidad. Aunque la situación no es nueva, no parece haber avances frente a las soluciones que se requieren; la URI de Engativá ha llegado a superar el 255% de hacinamiento.

La URI, el primer acercamiento con la cárcel

Cuando los detenidos se quedan “sin cupo”, en el mejor de los casos, familiares los ayudan proporcionándoles carpas que se ubican en las zonas verdes del parque, pero la mayoría debe permanecer allí en condiciones deplorables, esposados en la cancha de fútbol, sin los 500 pesos para el tinto y el pan que resulta vital para soportar la ropa empapada por la lluvia. También son largas las filas para llegar a los limitados baldes con agua, por lo que algunos prefieren bañarse con pañitos húmedos. En 2014 hubo días en los que se podían contar hasta 90 detenidos en el parque, hechos que provocaron preocupación en los vecinos. 

En enero de este año, cuando el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario -Inpec- normalizó sus labores luego del paro judicial, se logró que unos 30 detenidos que llevaban varios meses a la intemperie fueran trasladados. Frente a estos acontecimientos, la Fiscalía, organismo encargado de la URI, se ha caracterizado por el silencio; no hay respuesta para los habitantes del sector que han recogido firmas y radicado derechos de petición para exigir soluciones. Los más afectados son los niños, quienes no pueden disfrutar del espacio público por la recurrencia de estas celdas improvisadas y tienen que vivir viendo personas capturadas en un parque acordonado por policías mientras transitan para sus hogares o colegios.

A la URI pueden llegar hasta 1.000 capturados en un día, desde ladrones de billeteras hasta secuestradores. Según el Código de Procedimiento Penal, a los detenidos se les debe legalizar la captura y definir su situación judicial en un tiempo máximo de 36 horas con los elementos probatorios encontrados por el fiscal del caso, la Policía Judicial y la defensa, aunque el tiempo de los detenidos suele exceder este plazo. Además, a las oficinas de la URI llegan las denuncias que, luego de haber sido clasificado el delito, deben ser investigadas por una unidad de la Fiscalía (aunque es conocido la negligencia, el volumen de denuncias incluso en horas de la madrugada y el confuso criterio para catalogar una situación como “urgente”).

La UPJ: una pesadilla inolvidable

En la UPJ se puede amanecer por fumar marihuana, por quedarse dormido en un parque, por vivir en la calle, por haber ido a la panadería sin la cédula, por participar de una riña o sin causa alguna. No representa estar en un pasillo esposado a una silla o esperando una razón que nunca llega frente a un proceso judicial como en la URI, pero hay que aguantarse que lo roben en el camión, que lo desnuden y le hagan hacer cunclillas desnudo a ver si no tiene un arma en el pelo o en el ano, y que lo vuelvan a robar dentro del calabozo. En “playa alta” está la mayoría, personas que salen en las ocho, 16 horas o 24 horas siguientes de las celdas; en “playa baja”, llegan los habitantes de la calle, los más drogados, los más heridos o los hinchas de equipos de fútbol que son los más estigmatizados y obligados diariamente a este mismo ritual.

Además del olor a estiércol, los borrachos de todo tipo, los intentos de suicidio y la podredumbre en el ambiente, dentro de la UPJ hay tráfico de drogas, duros maltratos, sobornos, entre otro tipo de irregularidades y violaciones de derechos. Incluso, el exdirector de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobierno de la Alcaldía de Bogotá, Andrés Idárraga, fue agredido en dos ocasiones por policías durante 2013 mientras verificaba el funcionamiento de la sentencia C-720 de 2007 de la Corte Constitucional que reglamentó a la UPJ.

Entre lunes y viernes ingresan aproximadamente 300 personas diarias a la UPJ de Puente Aranda; los fines de semana pueden llegar a 800 y en el mes a 13.000. Hay seis celdas y caben 452 personas, aunque un primero de enero amanecieron 2.000. 

¿Y el Estado?

Más allá del “mal ejemplo para los niños”, que parece ser el factor que prima en los vecinos y los medios masivos de comunicación al tener a un detenido en un parque, la problemática deja interrogantes frente a la responsabilidad del Estado por permitir que estos establecimientos funcionen en condiciones tan atroces. Del mismo modo, día tras día, mientras se intenta descongestionar el proceso de reclusión transitoria, las prisiones colombianas aumentan sus niveles de hacinamiento.

Estamos ante un problema de carácter político, judicial y ético, donde no hay voluntad para realizar las reformas estatales que requiere el sistema penitenciario, donde las cárceles no resocializan y donde miles de personas duermen en lugares sin oxígeno o mueren de enfermedades curables. Al país no le importan sus presos, la sociedad exige profundizar el modelo punitivo de justicia y el Estado la complace, políticos prometen más y mayores penas.

Las cárceles y centros de detención son actualmente espacios de castigo, tortura y corrupción, aunque deba ser “(…) la manera de conseguir una retribución justa, una prevención especial, la reinserción social, la protección del condenado”, como lo estipula el Código Penal. Desde el año 2000 se le han ejecutado 37 reformas a este Código (Ley 599 de 2000) y todas fueron aumentando el número de delitos que conducen a la cárcel y sumándole años a otras penas.

El Estatuto de Seguridad Ciudadana es una de las reformas más preocupantes, pues ha contribuido al desbordamiento de la capacidad carcelaria, llegando a 122.000 presos en el país cuando la capacidad es de 77.000. Con la puesta en marcha de esta reforma, se amplía la brecha de la cantidad de internos que ingresan mensualmente (3.000) y los que salen anualmente por cumplimiento de penas (10% de la población total). Según el Inpec, hasta enero de 2014, 111.646 hombres y 8.977 mujeres permanecían presos; casi la mitad de la población reclusa en el país, 50.595, son jóvenes entre 18 y 28 años.

Se han realizado diversas propuestas por familiares, organizaciones sociales y por los mismos presos para superar esta “crisis” de hacinamiento: trato diferencial de los delitos, ya que los “delitos menores” vinculan a 67.000 presos (la mayoría de reclusos del país); flexibilización de las condiciones de penas con planes padrino o brazaletes con sistema satelital; la inversión de 4 billones de pesos para la recuperación de la infraestructura carcelaria, entre otras. 

El Estado tiene la obligación de cambiar este panorama y las políticas públicas tienen el deber de materializar mejoras en este aspecto, de lo contrario, se convierte en un contrasentido hablar de justicia transicional para la paz, de posconflicto y de iniciativas de orden gubernamental cuando los conflictos sociales se viven a flor de piel en todo el territorio nacional sin avances en materia de bienestar y garantía de derechos para las próximas generaciones.