31 oct. CI.- Desperté con ocho mensajes de WhatsApp de los amigos más íntimos que saben de mi aprecio y cariño hacia Alfredo; todos pensaron en mí al saber la noticia de su muerte, y no era para menos, pues en mis largas tertulias siempre termino hablando de él, de Fals Borda o de Gabo. 

Por: Pablo Andrés Muñoz Castrillón* Siempre he contado que me topé con Alfredo siendo un niño, al lado del río Magdalena, en Puerto Berrío, Antioquia, cuando iba caminando con el padre Francisco de Roux. En esa época -2003 quizá- estaban trabajando en el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio; iba con una gran comitiva: la policía, los sacerdotes del pueblo y otra gente muy bien vestida. Estaban verificando los procesos del programa, pues en mi barrio tuvieron gran impacto. De ahí resultaron proyectos como Ave Fénix y Jóvenes sin Barraras, que marcaron toda nuestra generación. Recuerdo que yo era el niño ejemplar de la Policía Cívica Juvenil y el poeta del barrio; terminé declamándoles: ‘Si quiera se murieron los abuelos’.

Para el año 2006, en el periódico El Espectador empezaron una campaña de educación sexual para adolescentes y mi mamá, viendo que ya estaba con 14 años de edad y con todos los tabúes que esto le causaba, me regalaba cada semana el impreso dominical, pues allí, venían los fascículos coleccionables que me resolverían todas las dudas frente a esos temas. Sin embargo, lo que ella no supo fue que cada semana terminaba leyendo las crónicas de Molano; lo reconocí de inmediato en una fotografía que estaba en la sección de Opinión. Desde esos tiempos, Alfredo se convirtió en una de esas personas que yo quería ser cuando fuese grande.

Adentrado en el mundo universitario, en una época de reconocimiento del país, leí un libro llamado: Así Mismo (1993) y encontré la crónica de Concepción mientras era recibida por una comunidad Arahuaca afectada por el Cerrejón. Este texto, me llevó a un viaje por casi todo el territorio colombiano desconocido y con personajes tan reales como fantásticos. Recuerdo mucho el texto cuando narra su viaje a Puerto Guadalupe, Meta, y se encuentra con los vestigios vivos de un viejo guerrillero llanero.

También empiezo a encontrar en su obra textos que formaron mi sentir antropológico y me sensibilizaron con la realidad colombiana; de esos los más influyentes fueron: Desterrados con su crónica de Osiris, Los años  del tropel, Trochas y fusiles, Ahí le dejo esos fierros, Penas y Cadenas, A lomo de mula, De río en río y En el Magdalena Medio.

Molano, sociólogo y escritor, tenía una forma muy particular de trabajar. Nunca estuvo de acuerdo con los métodos tradicionales de la academia, ni sus formas de presentar los resultados de investigación. Era un estoico en todo el sentido de la palabra: llevado de su parecer, pero siempre con la mejor intención; intrépido, sensible y sobre todo muy buen conversador.

Caminaba y conversaba con la gente llevada del putas: los desposeídos, desterrados, victimizados… Escuchó con agudeza sus dolores y motivaciones de vida y fue un vocero de la verdad y la justicia. Además de esto fue el único en hacer una genealogía de la guerra en el país desde adentro: vivió con las Farc, conoció a los Elenos, entrevistó a los paramilitares y asesoró al gobierno; siempre buscando la reconciliación. 

En el 2015, estuvo en el Teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia en una íntima conversación con la profesora Patricia Nieto. Todos escuchábamos sus historias con tanta atención como los nietos escuchan a los abuelos. En medio del horror de muchas de sus narraciones, era sabroso escucharlo; su voz baja, acentuada y pausada. 

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Es hasta finales de este mismo año que nuevamente coincidimos en el apartamento de un amigo en el barrio Carlos E. Restrepo de Medellín. Ellos se habían conocido durante su exilio en Barcelona de cuenta de las amenazas que recibió de Carlos Castaño. Aquella noche le recordé el día del poema al lado del Magdalena siendo un niño y la historia de los fascículos de educación sexual para adolescentes; se reía y me miraba fijamente. Fue una noche tan especial, que como siempre pasa en los grupos de tertulia, armamos y desarmamos el país con la palabra.

En el 2017 decidí salir a mochilear; agarré el morral, las muletas y viajé por Santander, Boyacá, Cundinamarca y el Tolima. En esos días de paso por el altiplano, le escribí con la intención de agendar un encuentro en Bogotá. Escribí jurando que no se acordaría de mí, pero con la grata sorpresa de recibir una respuesta casi inmediata donde me invitaba a tomar café en su morada en La Calera, Cundinamarca. No dudé un segundo y llegué hasta a su casa. Me recibió  con una alegría casi paternal. Estaba vestido de bluejean, camina blanca manga larga, una chaleco parecido a un salvavidas de barco, una pañoleta en el cuellos y sus tenis Converse. 

En dicho encuentro aprendí más que en muchas de las largas clases universitarias. Me habló de las reformas agrarias de los años 30, del origen de las guerrillas, de sus andanzas por el río Ariari, de las largas caminatas por los llanos y por el Urabá, además de la historia de una familia víctima en Cartagena del Chairá en el Caquetá. Hablamos tanto ese día, que no pude evitar preguntarle por el Magdalena Medio, mi tierra, y narró su experiencia apoyando el programa mencionado al principio.

También me contó pormenores de la escritura del libro ‘En el Magdalena Medio’. Me confesó que esta era una de las zonas más difíciles para él porque la violencia seguía siendo cruda y descarnada. Paradójicamente es un libro hecho en el escritorio y sin el caminar que tanto lo caracterizaba. Me enseñó su casa, me mostró algunos libros y su patio sembrado de flores a través de una pared de vidrio; me autografió un libro y me regaló un lápiz de la Red de Bibliotecas de EPM que tenía en el comedor y que aún conservo. 

Desde aquella visita lo volví a ver un par de veces más: nos dimos un apretón de manos en el Festival de Cine de Jardín en julio de 2017 y este año el 18 de agosto, por última vez, en las calles de Honda, Tolima; iba de camiseta, pantalón corto, chanclas y sujetando a su nieto, mientras yo iba saliendo del Museo del Río Magdalena. Lo saludé, me impresionó su desgaste, acaricié la cabeza de su nieto y me dijo:

«Otra vez nos vimos al lado del río». 

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*Pablo Andrés Muñoz Castrillón es Antropólogo, etnógrafo, documentalista, cinéfilo y vallenatólogo.

CI PM/ND/31/10/2019/17:30