Era estudiante de Derecho y tenía mucha necesidad de producir ingresos para mantenerme. Por esto empecé a trabajar ayudando a algunos abogados a realizar trámites de sustanciación, revisión y seguimiento de procesos entre otras actividades propias del Derecho.

En desarrollo de esa actividad fui contactada con un conocido abogado que hacía trabajo en cárceles. Me pidió que ayudara con algunas visitas a los presos. Nuestra relación, que era de índole netamente laboral, empezó a tornarse invasiva. Él llegaba a mi casa con excusas de tener que hablar de trabajo. Insistía en que debía viajar con él para hacer trabajo en otras ciudades y cuando llegábamos a los destinos afirmaba que debíamos dormir en la misma habitación de hotel para que pensaran que yo era su esposa y evitarle aumentar su difícil situación de seguridad.

No conforme con tenerme cerca e invadir todos mis espacios, empezó a controlar los pagos por mi trabajo para obligarme a llamarlo o tener que buscarlo. Ese era el peor momento de mi situación económica y él lo sabía. De manera insistente me decía que no tenía más opción que vivir con él porque nadie me iba a ayudar y él era mi única salida.

A pesar de que yo era joven y sentía miedo de perder lo poco que ganaba para mantenerme, empecé a alejarme. Él optó por una actitud agresiva: me agarraba la cara a la fuerza y con sus manos me apretaba fuertemente mientras introducía su lengua a la fuerza en mi boca. Me dejaba marcas en la cara. En algunas ocasiones tocó partes de mi cuerpo con absoluta tranquilidad de que no tenía por qué haber problema.

Un día simplemente desaparecí. Nunca le volví a contestar el teléfono a pesar de las muchas veces que me buscó. La consecuencia fue esperada: habló con mucha gente sobre mí, me cerró espacios de trabajo, me señaló como irresponsable y con responsabilidad en asuntos que afectaban a los internos. Incluso llegó a enviar una carta a la cárcel para que los presos no volvieran a hablar conmigo en caso de que yo fuera a buscarlos.

Mucho tiempo después, al verlo en las calles, me escondía. Le tenía verdadero miedo. Un miedo paralizante que hacía reprocharme mi pasividad ante él. Con los años me enteré de que sometió a otras mujeres jóvenes a situaciones similares. Todas también estaban empezando en este mundo del Derecho donde reinan los hombres.

Mi miedo fue pasando. Una noche, en un sitio público, cuando coincidí con él en un evento, me agarró fuertemente del brazo para obligarme a que habláramos. Mi reacción fue agresiva, intentando golpear su rostro, lo que le obligó a soltarme. Estaba claro que él pensaba que seguía siendo una niña que temía a reaccionar.

Esta es una historia de las muchas que debemos padecer las mujeres en una sociedad machista que asume cualquier situación que nos sucede como un acto de histeria, de incomprensión y de exageración de nuestra parte. El primer momento en que se nos irrespeta es cuando intentamos hablar y se nos minimiza. Nos dicen que no entendimos, que no era para tanto, o que malinterpretamos los chistes.
La violencia machista que hace de nuestros cuerpos un instrumento más de complacencia para los hombres tiene dos caras: la que vemos nosotras que somos señaladas, infantilizadas y ridiculizadas cuando decidimos hablar, y la que ven ellos y ellas como partes de una sociedad que cree que debemos soportarlo todo con pasividad para ser aceptadas.

Lo más duro de mi historia, ahora que la veo en retrospección, no fue vivir esa situación. Fue estar rodeada de gente a la que a pesar de la vergüenza que sentía decidí contarles sin encontrar ninguna reacción de solidaridad. A veces muchas burlas por haberme dejado. Otras de contención a mi necesidad de denuncia con el argumento de que no debía hacerle daño a una persona valiosa para el trabajo.

Liria Esperanza Manrique
Abogada Defensora de DDHH