21 feb. CI.- Sueños pisoteados, inocencia perdida y ni siquiera una salida que la salve de tan cruel perversión. No hay una gota de luz en ese hoyo en el que por obligación está: condenada a ser señalada, excluida, y centro de conversaciones morbosas entre viejas chismosas que rodean su cruel realidad.

*Escrito por Angie Jimena Nieto Alonso. Sus ojos cristalinos, su cabello desaliñado y su mirada perdida, hacía sentir en carne propia cada una de las escenas que relataba sobre su triste historia.

En ocasiones tomaba un respiro, se removía en su silla y seguía: “nadie se puede imaginar cómo es que me siento, no puedo salir a la calle sin que las personas cuchicheen, y me vean con esa mirada de compasión. A veces les grito que no necesito su lástima y tampoco la quiero. Nadie me apoyó cuando más lo necesité. Cuando ese cerdo se llevó mi inocencia. Sus miradas de clemencia no me regresarán lo que por derecho me pertenecía”.

Beatriz tenía solo 10 años cuando uno de sus vecinos atrevidamente tocó uno de sus senos. No era la primera vez que lo hacía. Él era el abuelo de una de sus más grandes amigas, en realidad, la única que tenía.

“Ese día mi mamá tuvo una cita médica y de regreso al pueblo ocurrió un derrumbe. No pudo llegar a la casa así que esa noche me tenía que quedar en la casa de mi amiga. Estaba muy emocionada porque siempre planeábamos una pijamada y esa noche se nos cumplió el deseo.

“Eran como las 2 de la mañana y ya nos habíamos acostado las dos. Yo casi no podía dormir porque estaba pensando en mi mamá y mi amiga se fue a dormir con la suya. Comimos tanto que le dio vómito y su color moreno desapareció.

“Cuando menos lo pensé, ese señor entró al cuarto. Me hizo señas de que no hiciera bulla y empezó a tocarme. Se bajó los pantalones. Los recuerdo tan bien, eran color azul claro, su barriga llena de canas y lunares negros”.

Beatriz hace una pausa y se asoma una lágrima que rápidamente limpia. Con nostalgia recuerda que en ese momento la lluvia que cubría el pueblo cubrió su almohada y los relámpagos se convirtieron en gritos ahogados.

Propone dejar la conversación por un momento. Cierra sus ojos y sus expresiones son de dolor. Como si estuviera sintiendo de nuevo las embestidas de aquel hombre que sin remordimientos abusó de ella.
Vuelve a contar su historia y se ve la rabia, el rencor, la venganza y la confusión en su rostro ya maduro pero inocente. Tan inocente como el día en que tomó la fuerza para contarle a su madre lo que aquel hombre de edad avanzada le había hecho.

“Ya habían pasado varios días. Yo no quería ir al colegio. Hasta dejé de hablarme con mi amiga porque si lo hacía seguramente iba a tener que ir a su casa. Y yo no quería ni imaginar tener que compartir el espacio con ese señor. Yo era muy niña pero no tonta. Cuando le dije a mi mamá fue un escándalo grande, todos me trataron de mentirosa”, contó y cerró sus labios por varios minutos. De nuevo aquella niña indefensa de 10 años de edad apareció, pidiendo el abrazo de su madre quien estaba escuchando también.

Luego de unas horas, un par de lágrimas, merecidas risas y el aroma a café que cubriendo la casa, Beatriz retoma el relato: “A mí nadie me creía, era algo horrible. Me decían que yo hacía eso para llamar la atención y que estaban más que seguros que había sido yo la que me había metido en el cuarto de ese viejo”.

Como un cuento o una película de ficción, llegan a la mente innumerables escenas y casos en los que la víctima resulta ser el victimario. Apretando los dientes y casi haciéndolos chillar dice: “Jamás olvidaré aquel día, aún después de tantos años sigo teniendo pesadillas con ese cerdo. Espero que se lo coma vivo el remordimiento. Pero que va, ese viejo asqueroso no sabe de eso. Después que mi mamá puso la denuncia y me veía pasar, me silbaba, me decía mi amor, me decía que era muy linda y un sinfín de cosas más que deseo no recordar.

“Para mí nunca fue ni será fácil. Mi mamá desesperadamente me llevaba a cuantos lugares se le ocurrían, según ella, para que su niña volviera. No volví a ser la misma nunca: me alejé de todos, no volví al colegio, con la única persona que hablaba era mi mamá. Cuando fui creciendo -tenía ya 13 años- me di cuenta que yo le estaba haciendo daño con mi actitud porque no quería poner de mi parte. Ese tiempo que yo le negué no se lo podré recompensar nunca; sin embargo, gracias a ella estoy aquí”.

La lluvia se hacía mucho más fuerte, como si sintiera el mismo dolor de Beatriz al recordar ese episodio que trata de cerrar con el apoyo de su madre. Actualmente, estudia Derecho. Está a punto de graduarse, no obstante, sigue siendo blanco de conversaciones morbosas y miradas extrañas que la hacen recordar su más grande tormento.

“Cuando por fin nos dieron la noticia que iba ser llevado a la cárcel con la pena máxima, mi mente descansó. Un mes después él se suicidó. Ese día fui más feliz que cuando me enteré que lo habían sentenciado. Ojalá los gusanos no hayan tenido compasión de él, como tampoco la tuvo conmigo”.

CI AN/PC/21/02/18/7:00

*Angie Jimena Nieto Alonso es estudiante de la Universidad Francisco de Paula Santander, Sede Ocaña, y colaboradora de Colombia Informa.