5 dic. Por Felipe Meneses*. “Toco y me voy, la camiseta es como un Dios, no importa cuál sea el color… El fuego sagrado de mi corazón”.

El domingo en la mañana, muy temprano, como es anómalo en la vida de Miguel, se levantó, se dio un duchazo y decidió salir a cumplir con unas diligencias que tenía pendientes desde mitad de semana. Las había dejado a un lado precisamente por su amor infinito por el juego de la pelota y el pie; aunque es un resignado hincha del equipo rojo, siempre ve las finales del equipo verde al lado de su amigo más íntimo, como un ritual. Miguel, un hombre que aprendió a querer el fútbol sin importar las diferencias de edades, las formas en que se concibe el mundo y mucho menos la pasión distante que profesan muchos por tal o cual equipo.

Miguel se preparó para salir, debía cumplir rápidamente con las tareas, pues lo esperaba un emocionante partido en el que sus amigos se enfrentarían al mejor equipo del barrio. Prendió la motocicleta; casco en mano y la mirada fija en esa montaña del suroeste que se divisa luego de finalizar la loma donde está su casa, y emprendió el camino hacia el horizonte cercano a cumplir con esa responsabilidad que días antes había evadido por ver al equipo verde clasificar a una final más, una final que espera ver con ansias locas, pues las emociones colectivas al son de la pelota son un supremo deleite para él.

No demoraron mucho las diligencias: una firma allí, una plata allá y listo. Casco en la cabeza y la dirección ahora era hacia el norte, en busca de esa cancha que antes era de arena, donde dio sus primeras patadas al balón, donde disputó torneos y ganó algunos, donde sin saber cómo, luego de un zapatazo de esos que no se da con el borde interno o externo sino con el alma, empotró el balón al ángulo y luego miró a sus compañeros para celebrar o simplemente para corroborar que era cierto, que ante las dificultades que siempre tuvo para ser un buen jugador podía, al disparar balones al arco de la vida, meter unos tantos goles.

Así, tal como aprendió a disfrutar de los goles, los pocos goles que hacía; aprendió a disfrutar de las victorias, las pocas; las derrotas, las muchas, de un amado y aguerrido equipo rojo que jugaba cada domingo para mostrarle a esta ciudad desangrada, violenta y que emana desesperanza, que cuando el balón rosa el césped, se levanta, golpea los palos o simplemente rebota, la urbe puede temblar ante el humanismo, la sinceridad, la solidaridad, el amor y la esperanza que pueden construirse a partir del fútbol. Hincha de un equipo que pierde más de lo que gana, disfrutó de ese partido que perdió, no sin antes celebrar un gol que llenó su corazón de esperanza y motivación para pensar que ante las derrotas el mundo, evidentemente, sigue girando.

11:30, ya la cara reflejaba tristeza, una tristeza necesaria para vivir. Ante la derrota no quedaba más que un par de cervezas esperando en esa tienda de barrio donde trabaja su amigo, otro futbolero, resignado y perdedor de la vida. ¿Por qué perdimos? ¿Pudimos haber ganado? ¿Las semifinales eran más fáciles? Cuanto cuestionamiento pueda uno imaginarse, sin respuesta -lo hecho, hecho está- y la derrota derivó en un análisis aún más profundo… ¿Qué le pasó a los rojos?

Nuevamente sumergidos en la derrota mientras que los verdes ganaron, ese domingo terminaría y el fútbol se daría un descanso, lo que vendría después serían simples aspiraciones y planeaciones… El miércoles -le escribiría a su amigo querido hincha verde- vamos por cerveza y podremos disfrutar de otra final de ustedes… Ese ustedes tenía rabia y resignación. Rabia, como la rabia que generan las ganas de que su equipo pudiera llegar a esos lugares.

Estaba listo todo, el título 27 de los verdes en un bolso, el primer título internacional de otro equipo, aguerrido como el suyo pero no tan histórico. Solo la cancha, el sudor y los goles definirían el sorteo. La cita, miércoles 30 de noviembre 6:45, esta vez al lado de un amigo que quizá disfrutaría de una victoria más con una sonrisa en la cara o por qué no, de la derrota tan ajena a ellos con un rostro de resignación.

Había sido un buen lunes, en lo menos que pensaba era en trasnochar, puso el celular a despertar y se durmió con las ansias del fútbol. El martes la rutina sería similar a la del domingo pero una noticia no se haría esperar: la final, el abrebocas que daría inicio a diciembre, no podría jugarse ya. La razón: el equipo contrincante de los verdes, aguerrido, esperanzado, ya no estaba… Ya no existía para el mundo.

Qué desconcertante noticia para el fútbol, para la vida, para él. Miguel había crecido viendo en el fútbol el retoño de la vida,  su compañía más próxima. Él, el hincha rojo que todos conocían por sus escándalos y llantos, veía ante sus ojos la muerte que llegaba para hacer sentir a quienes nos quedamos en el mundo que es preciso vivir con intensidad este momento fugaz.

Qué desespero no sentir el balón entrar a la portería, no escuchar los cánticos de la tribuna, no tomar cerveza al frente del televisor. Lo primero que pensó fue eso, ya no habrá partido. Lo segundo fue que pudo ser el rojo o, peor aún, mi equipo, ese equipo de barrio no tan malo que perdió el domingo; pudo ser su equipo. Era, sin más, un equipo ajeno, ajeno para su pasión de hincha, pero propio para su amor futbolero. Ya la vida no sería igual sin ese equipo y su ciudad había sido el recinto de tan desagradable tragedia ¿Qué pensará Gardel, que estamos hechos para la tragedia ante tanta belleza física?

Ese martes no tuvo color. El fútbol, ese resplandor que ilumina su vida como incitándolo a viajar día a día hacia un fin de semana más, ese que lo ha ayudado a vivir y a no desfallecer ante deseos inclementes de muerte, ese con el que creció, decidió sin más apagarse para demostrar que ante tanta esperanza la muerte puede ser prioritaria.

La reflexión con sus amigos es simple, con el rojo y el verde, con ambos, siempre será el fútbol motor de nuestras aspiraciones, dador de vida y constructor de sociedades, porque el deporte lo hemos construido como un escenario que va más allá del juego, con problemas como la violencia estructural que se transpola a la belleza de la pelota, pero con más virtudes que cualquier cosa.

Los abrazos, besos y gritos de euforia, hoy son un llanto unísono entre amantes del fútbol. Quizá mañana todo vuelva a ser fiesta y ellos, que ya no están, un estandarte de nuestro más preciado tesoro, ese deporte hecho por humanos para humanos para recordar que somos solidarios y esperanzados.

CI FM/DM/5/12/16/7:00

*Felipe Meneses es integrante del Proceso Nacional Identidad Estudiantil.