6 nov. Por Juanse Molina* – Siempre hemos visto las tijeras como objetos para destruir, para transformar, pero nunca la habíamos visto como algo con lo que se pudiera tejer, mucho menos un sueño.

Coritiba se había encontrado un gol, de esos que llaman de otro partido, que un venezolano se atrevió a hacer dejando incrustado el balón en el ángulo superior izquierdo del arco norte del Atanasio Girardot.

El silencio, como muchas veces pasa cuando a Nacional le hacen un gol en su casa, se dejó escuchar por solo dos segundos porque la hinchada, esa que ha ganado partidos imposibles, sabía que ese miércoles era necesaria. Los gritos subieron y el equipo empujó hasta que el árbitro pitó el final del primer tiempo.

Los más pesimistas temblaban del miedo, sabían que el segundo tiempo iba a ser una herradura en la que Coritiba iba a esperar los ataques de Nacional para tratar de acabarlo todo en un contragolpe. Los más optimistas, testigos de hazañas ya ocurridas en ese mismo escenario, rememoraban el reciente partido ante Rosario Central y hablaban de algo parecido para esa noche.

Cuando el segundo tiempo empezó, se dio lo que los pesimistas auguraban y se puso la cereza al pastel con un gol que los optimistas siempre vieron cerca. Lo hizo Miguel Ángel Borja, que como su nombre lo indica, llegó a Nacional convertido en ángel salvador, siendo el engranaje perfecto para una máquina llena de sueños que encontraba en el título de la Copa Libertadores su más grande anhelo materializado.

El partido siguió después del gol; el uno a uno condenaba a la suerte del penalti que a muchos les ha parado el corazón durante diez minutos y a otros los ha obligado a encerrarse en los baños del estadio con tal de no sentir en el estómago lo que esa lotería produce.

Fue en un momento altivo, al minuto trece, cuando Orlando Berrío se encontró solo frente a la puerta que muchos vieron con pesimismo que la suerte podía ser necesaria para encontrar la victoria. Orlando, uno de los jugadores que pasó del infierno a la gloria con sus actuaciones y se había convertido en salvador por sus goles en etapas decisivas de copas internacionales, esta vez se había llenado de valor para enfrentar al arquero rival, había disparado a puerta y con la sutileza del tiro había soñado con correr hacia alguna de las tribunas, ponerse el dedo en la boca como un chupo de bebé y mirar a la cámara para saludar a su bebé que, irónicamente, debe estar en el estadio y es, según la hinchada, amuleto de buena suerte para el equipo. Pero no, la bola decidió estrellarse en el palo, salir reventada del área y terminar en los pies de un rival. No recuerdo bien qué pasó luego, pero finalmente, todo desembocó en un tiro de esquina a favor de Nacional.

Alex, uno de esos amigos de tribuna, que sabes su nombre, que abrazas cuando hay alegrías y mucho más cuando hay tristezas, volteó y me miró. Me dijo que no se podía ser tan malo y desperdiciar una jugada tan clara. Yo lo miré a los ojos y le dije que se tranquilizara, que a veces en el fútbol solo se necesita un pizca de suerte para hacer goles imposibles u otros mucho más fáciles. Él siguió lamentándose, le dije que el gol ya iba a llegar. Seguimos el partido.

El cobro se retrasó un poco, Macnelly Torres, un hombre capaz de hacer magia con sus pies logrando aparecer y desaparecer bolas con solo tocarlas, se puso frente al balón para dispararlo. Nacional había entendido que si jugaba a tirar los balones al punto penal, iba a perder contra los gigantes que Coritiba había dispuesto como centrales de su equipo, así que todos los tiros de esquina los había enviado al perímetro del área para que sus cabeceadores los bajaran y tuvieran un remate limpio a puerta, y así poder lograr la hazaña del gol que los clasificaría a una nueva semifinal continental.

Todos se dispusieron a esperarlo. Henríquez y Aguilar peleaban a empujones con los centrales brasileños, Borja se tiró hasta la media luna de las dieciocho con cincuenta para pasar desapercibido y no representar peligro para el equipo rival. Se escuchó el silbato. La tribuna seguía alentando. Macnelly Torres sacó su varita y tiró un centro que para muchos fue un tiro de esquina más desperdiciado, porque a la vista no apareció nadie.

Borja, solitario como muchas veces se ha visto ante los arqueros, se elevó y al ver que la bola se le iba hacia un lado, decidió inclinar su cuerpo, desplegar sus alas de ángel y dejar que el viento le hiciera una cama en la cual descansaría durante milésimas de segundos. Sus piernas hicieron un movimiento extraño, la tijera se vio perfecta, el balón fue impactado por sus dos pies y la bola fue a descansar al ángulo superior izquierdo del arco norte del estadio Atanasio Girardot. Arco que esa noche fue testigo de todos los goles del partido, arco que fue testigo de la locura desbordada que generaron dos golazos esa noche.

Fue así como con una tijera se siguió tejiendo un sueño, un sueño que llevó a que el estadio quisiera caerse, algunos se llevaron las manos a la cabeza, otros tenían la boca abierta mostrando su incredulidad. El arco no aplaudió esa noche porque aún faltaban treinta minutos de partido, pero hasta los más incrédulos creyeron en ángeles. Incluso Alex, que fue a buscarme en medio del tumulto de la avalancha de una barra popular para abrazarme casi con lágrimas y decirme que sí, que a veces en el fútbol, sólo se necesita una pizca de suerte para hacer goles imposibles.

Este fue uno de esos imposibles que sirvió para llenar de esperanza a un pueblo que ya no teme a las derrotas.

JM DM/6/11/16/2:37

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*Juanse Molina es escritor, guionista y redactor: juansemolina.com