Todas recordamos cómo fue nuestro primer beso. Se supone que es un acontecimiento memorable que guardamos por el resto de nuestras vidas. El mío fue cuando tenía 14 años y un chico mayor de mi colegio me encerró en un baño en una fiesta y me hizo besarlo, tocarlo y trató de obligarme a darle sexo oral. Todo terminó cuando de repente abrió la puerta para que los asistentes de la fiesta me pudieran ver en el piso medio desnuda, mientras él se daba golpes en su pecho gritando: “Hey, vean! Soy el mejor!”

Definitivamente no fue un primer beso romántico como suele esperarse. No solamente faltó el romance sino que además el episodio me convirtió en “el hazmereir” de todo el colegio, pues desde entonces este chico y sus amigos empezaron un prolongado y cruel  “bullying pos-trauma”. En los pasillos del colegio me hacían gestos sexuales e incluso crearon una página en Facebook con una foto mía en donde el tipo escribió detalladamente cómo me acosó y como él era “lo máximo”. El chisme sobre su “conquista” de la chica fea y borracha en el baño de la fiesta fue conocido por todo el mundo pero, tristemente, nadie hizo nada.

Por mucho tiempo estuve haciéndome varias preguntas frente a las reacciones de la gente: ¿fue algo normal lo que pasó? ¿o tal vez él no hizo nada malo y seguro todo fue porque yo “me lo busqué”? ¿o probablemente fue mi culpa por estar tan, tan ebria?

Desde muy pequeña me identificaba como feminista gracias a mi hermana mayor. También  trabajaba con un grupo en el colegio contra la violencia de género en el cual dimos talleres a los estudiantes de menor edad sobre cómo hablar del consentimiento, intervenir en situaciones donde ven que algo mal está pasando y hablar abiertamente sobre sus relaciones y las complicaciones que surgen en ellas. Pero pese a que estaba ayudando a los demás a gestionar sus traumas, no fui capaz de interiorizar lo que me había pasado a mí y verlo como violencia y acoso. Siempre fue “lo que pasó en esa fiesta con ese maldito, por borracha”.

Pasó mucho tiempo sin que saliera con nadie. Pero luego, cuando un chico mayor que me gustaba por fin me empezó a coquetear y salimos, resultó no ser la cita romántica que había soñado. Trató de obligarme a darle sexo oral en su carro después de una fiesta y, al rechazarlo muchas veces, se enojó y me dejó en mi casa. Al otro día me dijo que no le contara a nadie porque yo tenía la reputación de ser una “puta”. Fue entonces cuando me di cuenta de que no solamente era “no deseable” por ser más gorda y “menos bonita” que mis amigas sino porque además era una “puta”. Un simple objeto para el placer sexual que los hombres podían usar cuando quisieran. Nada más que eso.

Unos años después, en mi segundo semestre de la universidad, durante una fiesta me emborraché mucho. La última cosa que recuerdo es estar esperando por un taxi. Sin saber más, amanecí en el apartamento de un desconocido que no estuvo en la fiesta. Tenía mis calzones abajo y mi vestido medio puesto. No tenía ni idea de lo que había pasado y no fue una laguna normal causada por alcohol. Apenas pude me fui corriendo para mi casa a bañarme e intentar dejar esa sensación aterradora detrás. Al salir, el tipo me había pasado un papel con su número escrito. Le conté a un amigo todo lo ocurrido y le pregunté si podría llamarlo para averiguar qué había pasado. Sin embargo, el tipo evitó las preguntas y de manera cínica preguntó si quería verlo otra vez.

Después de ese intento de averiguar los hechos, intenté olvidar lo poco que sabía. Me sentí aliviada de que tomaba pastillas para planificar. Me preocupé sobre si tenía alguna enfermedad de transmisión sexual pero no pude concentrarme en eso por la enorme presión de querer pasar mis exámenes finales. Pensar en esto y realmente considerar la posibilidad de que podría tener una enfermedad por esta experiencia era demasiado y sabía que no tenía la fuerza para superarlo. Esperé un año para ir a la clínica y hacerme los exámenes.

Cuando fui capaz de revelar lo que pasó a ciertas personas me preguntaron por qué no fui a las autoridades para reportarlo o al hospital para hacerme los exámenes. ¿Cómo carajo iba a hablar con autoridades e ir al médico para que me inspeccionaran? Al ver mi vestido corto y mi cara de resaca, ¿que me podrían decir? Ya había visto bastantes películas para saber que me pondrían en peor condición emocional interrogándome sobre qué había pasado, cuántos tragos tomé, por qué el vestido tan corto, dónde estaban mis amigos, quién era el tipo y qué recordaba de la noche. Me los imaginaba diciéndome: “¿por qué no recuerdas nada?, ¿estabas borracha?, ¿por qué?, ¿acaso es porque eres una puta?” Sencillamente no quise arriesgarme y exponerme a eso.

¿Qué me haría sentir mejor sobre lo que me pasó? La respuesta no incluye la cárcel para el violador. ¿Cómo el sistema carcelario podría resolver el problema de que yo me siento quebrada, violada, rota, derrotada? ¿Va a resolver la policía (aparato violento del Estado) el daño profundo al cuerpo de una mujer? No lo creo. Por eso me quedé callada otra vez. No quería hablarlo ni pensarlo. Por momentos pensé que tal vez no fue nada y todo el tiempo estuve exagerando.

Un verano conseguí una pasantía en una organización en Nueva York que trabaja en contra la violencia de género. Todos los días que estaba allá hablaba, escuchaba y leía sobre la violación, el acoso y otras formas de violencia. Al principio no me afectaba tanto pero un día, sin esperarlo, sentí cómo repentinamente se abrían las compuertas de todo lo reprimido. Me cuestioné si podría llamar a estas experiencias como lo que eran: violaciones.

Decidí hablar con alguien en un centro especializado en tratamiento de víctimas de violación y acoso sexual. Cuando revelé algunas de mis historias, la persona me dijo que tenía un problema con el alcohol y que era “bastante promiscua”. Mantuve mi calma durante el resto de la sesión y cuando se acabó huí del centro llorando y corriendo. Aunque fue ya hace 10 años y mi convicción feminista y anti-patriarcal es mucho más firme, todavía sufro con esto.

La falta de consentimiento se ha vuelto algo normal. Perdí el conteo de las veces que he estado con alguien y, cuando llega a cierto punto, le digo que no quiero hacer nada más y protesto cuando sigue. Por lo general en estas ocasiones el alcohol siempre está presente, lo cual me hace pensar que seguramente no tengo derecho de sentirme triste de estos hechos porque les dije que sí y que fue problema mío por tomar mucho.

Creé una pelea interna conmigo misma: por un lado argumento que soy una puta borracha sinvergüenza y, por el otro, digo firmemente que no es mi culpa y que nadie debería insistir nunca. “No” una vez es suficiente. Pienso a veces como si fuera la otra persona, la que insistió a pesar de que la chica dijera que no y estuviese muy borracha. Hay ocasiones en que gana el lado que cree que soy una puta sinvergüenza pero cada día fortalezco más el lado que cree en que merezco ser respetada. Ser mujer, estar borracha, tener puesta una pantaloneta corta, tomar un trago o lo que sea no es una invitación a tener sexo.

#ContarParaSanar